Lina terminaba de arreglar su larga trenza, le temblaban las manos. Hoy su mamá la llevaría a la escuela, sentía un hueco en el estómago. Quería ir, tenía curiosidad, pero al mismo tiempo le provocaba pánico conocer al maestro, o maestra... y a los niños que serían sus compañeros. Temía no poder entenderlos, no sabía por qué, ya que si ella hablaba, quizá nadie le entendería. Además, por más que se apretaba la hermosa fajilla que le hiciera su abuela, no alcanzaba a dar la vuelta en su cuerpo, ¡era tan distinta a su hermana! Ella podía correr, saltar trancas, en cambio Lina se cansaba muy pronto.
Cuando su mamá hablaba con el maestro, Lina trataba de esconderse tras la falda de su madre, pero de repente, aquél la tomó de la mano y vio que su mamá se iba... apretó los labios para no llorar.
Lina, una niña chiapaneca, tuvo que emigrar junto con su familia a la Ciudad de México; vivían con unos familiares, quienes habían conseguido inscribirla en una escuela primaria cercana, llamada Lic. Benito Juárez.
Era el primer día de clases, y a media mañana el maestro Juan invitó a sus alumnos a jugar futbol, todos saltaron de alegría. Lina los miró extrañada, no sabía qué pasaba, veía con insistencia al maestro y no comprendía sus palabras. El grupo salió al patio a formar equipos y Lina se acercaba a cada uno de sus compañeros, quienes de inmediato la rechazaban, se burlaban y la mandaban con otros: “Allá, mira...con aquellos...te están hablando...ándale...”, y reían maliciosos. Lina reía nerviosa. Con el otro grupo pasó lo mismo; la mandaban a otro lado.